Hay
una anécdota que deja una enseñanza formidable: “Un joven que viajaba en un
camión junto a su padre, se mostraba sorprendido ante cualquier objeto cercano,
con excitación gritaba a su padre lo que observa; un pasajero del autobús, al
escuchar una a una las exclamaciones llenas de euforia del muchacho, perdió la
paciencia y fue a reclamarle a su padre por el ruido que este provocaba.
—
Disculpe, –molesto preguntó al padre– pero su hijo ¿está bien de la cabeza?,
pues parece como si nunca hubiera visto objetos cotidianos como: niños, carros,
nubes y árboles.
—
El joven –respondió el padre tranquilamente– nació ciego, éste día fue dado de
alta en el hospital, pues recibió un trasplante… ¡y es la primera vez que puede
ver!
Al
escuchar esto el pasajero regresó a su asiento apenado y sorprendido.
La
moraleja es profunda: que importante es no juzgar a las personas, porque no sabemos cómo son o
por lo que han pasado.”
Los
seres humanos juzgamos más basados en nuestro sistema de creencias, que por la
inteligencia emocional, omitimos ‘ver y oír’ con los ojos del alma, la gran
mayoría vemos, pero ignoramos lo que hay atrás de cada ser humano, de las cosas
o de los hechos, en la mayoría de las ocasiones no comprendemos la esencia de
lo que vemos.
El
ser humano está acostumbrado a afanarse por quedar bien con todos y a criticar
a los demás; querer quedar bien; juzgar y criticar, además de que son el camino
al fracaso, rompen nuestra armonía con el universo, son un homenaje a la
mediocridad, que tiene la fuerza de cancelar nuestro infantil sentido de pertenencia,
del logro y del asombro.
El
hombre que es sabio, entiende, que los prejuicios te llevan a juzgar
apresuradamente, juzgar se vuelve parte de la vida de los mediocres, pero la
vida te enseña, que nadie tiene el derecho de juzgar el camino que otros han
elegido, y si has de juzgar, júzgate a ti mismo con amor incondicional,
autocorregirte es un sutil método de afianzar y cambiar tu destino.
Nadie
tiene el derecho de erigirse en juez de otro, que importante es eliminar
prejuicios, odios, rencores y resentimientos, que tienen la facilidad de llenar
tu alma de ideas preconcebidas, que juegan en tu contra y son una pesada carga
para que logres afianzar tu presente y consolidar el futuro.
En
vez de juzgar o calificar, comprende al de enfrente, entiende que a veces la
vida lo ha puesto a pruebas y le ha dado recursos diferentes a los que a ti te
ha proveído, tu intima naturaleza te recuerda, que nadie posee el derecho de
censurar o condenar a un semejante.
El
ser mediocre hace juegos malabares con la palabra para criticar y juzgar con
inmediatez, es harto difícil aprender de los demás y entender, que es demasiado
fácil juzgar al que tropieza, lo más saludable es “seguir el impulso primario
de tus sueños, ellos se saben el camino” y a la par, trabajar en el crecimiento
y evolución de tu ser holístico.
Cuando
el ego domina nuestra existencia, no reconocemos que los problemas forman parte
del rompecabezas de la vida diaria, ¿por qué en el breve espacio de nuestro
tránsito por ésta vida, dilapidar nuestro tiempo en juzgar o criticar a otros?
Y no ocuparnos en fluir con el río de la vida y creer en nosotros mismos.
Si
en vez de juzgar, nos damos tiempo para ser agradecidos, maduraremos al darnos
cuenta que tiene la magia de concentrar nuestro ser en el amor y todo lo que
parte del amor, trae felicidad, esta llamado al éxito, te reencuentra con lo
que buscas; y a la par madurar con el dolor, para reconectarnos con nuestro
Maestro Interior, que nos enseña a valorar en el presente todo lo que somos y
lo que tenemos.
Resulta
que “en el pueblo Don Betustio y Doña Virula, habían cumplido 75 años de feliz
vida matrimonial, los periódicos de la región daban cuenta de tan singular
suceso; al día siguiente de la celebración se dirigieron a las gorditas de “El
Tigre”, al abrir la puerta Don Betustio le dijo a su señora esposa:
––
¡Pashale mamashita! al llegar a la mesa, le acomodó la silla a la vez que le
decía: –– ¡Con cuillado mi amorsh! Una vez que llegó la mesera, –como la
compañera de su vida no escuchaba bien– volvió alzar la voz y le dijo
cercanamente al oído: –– ¡Que, qué vash a querer comer corashonshito!
Acto
seguido Don Betustio se dirigió al baño a la vez que le decía a su pareja: ––
Ahorita vengo, cariñito.
En
el camino fue interceptado por la mesera, que con la voz entrecortada le dijo:
––
¡Que hombre tan formidable es usted!, mire que después de 75 años de casado,
llamarle a su mujer: ¡mamacita!, ¡amorcito!, ¡corazoncito!, ¡cariñito!…
––
No es que shea formidable –respondió don Betustio– es que sha se me olvidó el
nombre de la ¡‘inche vieja!”
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